domingo, noviembre 12, 2006

CLASES DE CUMBIA Y CUARTETO

Salud camaradas: les cuento de la fiesta de 15 a la que alude el Subc.

Gwyneth no fue. Es más, nunca estuvo invitada. Sí fue Rocío, la homenajeada, una niña de quince que se parte con una uña. Pero no es plato para un vejete como yo. Las prefiero maduritas. Un poco golpeaditas, no importa (vivir, ya se sabe, no es gratis).

Rocío llegó al hogar de niños desamparados en el que vive a los 3 años, con cuatro hermanitos. Sus padres habían muerto de HIV en el hospital Muñiz. De modo que pasó 12 años con sus nuevos “padres” y con su nueva “familia”, en una linda casa “con 10 pinos” construida al costado de las vías, en un sector de Piñeyro, muy cerca de Villa Pobladora, Avellaneda, territorio libre del Sur.

Los efectos de la nueva vida de Rocío se veían en su rostro iluminado, en su alegría imbatible. Tenía su fiesta de 15, con servicio de primera, con padres dispuestos a bailar el vals y con decenas de chicos que se la querían comer pero –como sucede por fortuna en ese hogar del que les hablo, respetaban las reglas (del buen comer, el buen hablar y el buen coger)–.

A eso de las 3, cuando se fue mi ocasional compañera (que no era Gwyneth), una chica lesbiana (esto es un dato que yo manejaba, pero no viene al caso) me sacó a bailar. Estuve moviéndome un poco, siguiendo una cumbia que hablaba de un “bombón asesino” y un “bombón masticable”, bastante pegadiza, mientras ella también se movía, fumaba, miraba el techo y parecía estar contenta. De pronto, la chica lesbiana fue a ver al DJ y le pidió “cuarteto”. A los tres minutos arrancó la Mona Giménez, sin parar. Yo seguía moviéndome, de la manera torpe que suelo hacerlo.

Fue allí que apareció ella, una niña de 15, con una manita chiquita que tomó la mía y me dijo “Así”. Me enseñó el pasito, la vuelta, el giro. No me largó hasta que no me vio bailando el cuarteto como debía ser. Antes de separarnos le dije “gracias”. “A mí también me gustó”, me dijo ella.

Ahí terminó todo, Subc, sin tirada de goma ni soplada de velón. Los 50 pibes del cumpleaños –pibes con las marcas de la calle en sus rostros, vestidos con sus mejores galas– se despidieron con una amabilidad y un respeto que ni el Kapital ni sus empleados ni sus mantenidos conocen. Un beso en la mejilla, cada uno, y eran 50.

A las 4 y media de la mañana, los vejetes terminamos de lavar y acomodar los platos y los muebles en la Casa de los Niños de Avellaneda, un gran gimnasio, apto para todo uso.

Fue una linda fiesta, la mejor que he tenido en años. Escribo este informe en un locutorio de avenida de los Corrales y Tellier, barrio de Mataderos. Vine con mi hijo Leandro a ver el museo y la exposición de elementos criollos y tradicionales. Encontré máscaras africanas, cotillón para el rito Umbanda, ropa de segunda mano, gasas de la India, tapices, sahumerios. Me fui a comer un vacío con ensalada bajo un gran retrato de Marlon Brando, en su personificación de El Padrino. Todo típico, como se ve.

La Feria de Mataderos es una muestra cabal de lo que han hecho con mi país, con mi verdadera patria, que ahora preservo en un rincón inviolable de mi memoria.

Por eso me vine al ciber, con Leandro. Ambos sabemos de qué se trata. Y lo que él no sepa, yo se lo enseñaré, para que se lo enseñe a sus hijos.

¿Resulta muy cursi todo esto? Puede ser. A veces, lo cursi abriga, como dijo el maestro Borges.

Vigía de Pobladora



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