martes, noviembre 14, 2006

HAROLDO, JOYCE, EL CARONTE Y LAS TÍAS

Usted tiene razón, hermano y camarada del arroyo Malvín, cojer, para referirse al coito, va con jota. Yo lo puse con ge como una concesión (entre tantas), pero va con jota.

Otro enamorado de la jota –dicen– era don Juan Ramón Jiménez, que en sus Elejías decidió usarla como letra protagónica. En ese libro hay jotas por todos lados.

A veces, los poetas la emprenden con la ortografía, como una manera de mostrar su lucha con el lenguaje (“viban con esta b del buitre...” escribió Vallejo en el poema a Pedro Rojas).

El músico Juan Carlos Paz, en las antípodas de Jiménez, me habría autorizado a escribir coger con ge. Él publicó un libro en el que propone una máxima economía y una reducción de las letras del abecedario.

Dado que vivía en Buenos Aires, no tenía muchos problemas para reemplazar la zeta por ese, o la ce contra vocal débil también por ese. Paz escribía la preposición “de” –para dar un ejemplo– sólo con la consonante: “d”.

Era tan económico, el músico de marras, que hasta se ahorró la posteridad: hoy nadie se acuerda de él. Sin embargo, vaya paradoja, los chicos que envían mensajes de texto con sus celulares, agradecerían tener un alfabeto económico, como el de Paz.

Usted habló de bonhomía, Arcabucero. Habló de piedad. Y se acordó de una tía.

Quién no tuvo una tía como esa que usted dice, que está en la cocina o entre bastidores mientras otros desarrollan las grandes escenas de la vida. Y qué importantes que son.

Haroldo Conti tenía una tía muy querida en Warnes, provincia de Buenos Aires, llamada Haydée Lombardi. Era hermana de su mamá.

En su último cuento, titulado “A la diestra” (un cuento que quedó junto a la máquina de escribir, cuando lo secuestraron) Haroldo puso una sentida dedicatoria: “A Haydée, para que nunca se muera”.

La dedicatoria era obligada, porque el cuento habla de una tía buena que muere y se va al Cielo, para estar “a la diestra” de Dios. Puesto que esa tía –Haydée Lombardi– estaba viva, Haroldo no quiso ofenderla hablando de su muerte. De allí la dedicatoria.

Roberto Fernández Retamar, invitado a prologar la edición de lujo de una novela inédita de Haroldo (que fue anotada por Eduardo Romano), metió la gamba hasta el caracú y dijo que el cuento estaba dedicado a Haydée Santamaría, la directora de la Casa de las Américas.

Retamar construye todo el prólogo en base a esa dedicatoria de Haroldo, sin advertir que es una dedicatoria a otra “Haydée”. Un verdadero papelón.

Yo conocí a Haydée Lombardi en 1987. Al atardecer, junto a un álamo carolina que ella nunca quiso talar porque era “el árbol de Haroldo”, me contó que su sobrino se sentaba a tomar el té con ella bajo el alero de la casa, con vista hacia los eucaliptos y hacia una lagunita que usaban como bebedero de chanchos.

El sol rojo que caía sobre el horizonte mandaba destellos plateados y convertía aquella lagunita en un espléndido lago donde recrear la vista, mientras llegaba la noche.

“Tía, yo quisiera detener la vida, para siempre, en este instante”, me contó Haydée que le decía su sobrino Haroldo, mientras caía la tarde en Warnes.

Otras tías, éstas solteronas, que entraron en la literatura y de la mano de un maestro, fueron Kate, Julia y Mary Jane Morkan, protagonistas del relato “Los muertos”, de James Joyce.

Cuando fui a ver la película “Desde ahora y para siempre” (una obra maestra de John Huston, que es transcripción exacta del cuento de Joyce) tuve la misma percepción de las “tías” que había tenido al principio: seres bondadosos, amables, anónimos, que intentan contemporizar y evitar que la discusión de sobremesa –en Navidad, en Pascua, en Año Nuevo– llegue a mayores.

No son tías malvadas, celosas, ambiciosas, como las que suelen verse en los culebrones. Son otras tías, más cercanas y queribles.

Dejo para otro momento mi aventura para conseguir “The Lass of Aughrim”, la hermosa balada irlandesa que desencadena el final del cuento de Joyce y que hace viajar con la imaginación y con el recuerdo a Gretta, la gran protagonista.

Huston dirigió ese filme con el último aliento. Cuentan que iba al set en silla de ruedas y alimentado con suero. Valió la pena.

Si quieren ver tías de las buenas, como las del Caronte, como las de Haroldo, como las de Joyce, lean el cuento “Los muertos”, vean la película, escuchen la balada de la chica de Laughrin.

Salud y RS.

Vigía de Pobladora



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