miércoles, noviembre 15, 2006

LOS PÁJAROS DE VILLA ELISA

Congratulaciones, amado Selenita. Qué bueno volverlo a oír “meter dedo no violao”. Su respetuoso desenfado es música que se extrañaba en la orquesta un poquitín anquilosada del CIRPR. Y qué quiere, mi querido, son los años. Pero como dice la sabia Pitonisa pringlense, pasan los años y estamos cada día más jóvenes. Ya nos vamos a poner en onda. Se lo prometo.

Debo confesarle que me sorprendió con su propuesta de seleccionado, No por los nombres, la mayoría de los cuales apoyo fervientemente, sino por el esquema 4-4-2, demasiado defensivo para su gusto. Usted argumentará que estando el Bocha en cancha no hay dibujo táctico que valga. Hay que tocar la pelotita y tener la vista puesta en el arco de enfrente. Así se inventó este juego y así será por siempre. Pero me extraña que no haya incluído ningún verde-amarelho, tan caros a su espíritu.

Hablando de verde-amarelhos, ¡qué pena que ustedes, camaradas luminosos, no puedan disfrutar de la presuntuosa elegancia de las aves de esa tonalidad que se cruzan entre las copas de los árboles de Villa Elisa! Si hay algo por lo que no cambio este lugar es por la maravilla de sus pájaros.

Me gustaría esta mañana tener la sabiduría de aquel obrero ferroviario que se ganó un millón de mangos en “Odol Pregunta” –Maratea, creo que se llamaba– respondiendo sobre especies de aves.

Las aves son la campana de la naturaleza. Como el canario en la mina de carbón, nos anuncian por anticipado cuando la vida tiende a degradarse. La declaración de los Derechos Humanos debería incorporar el de escuchar la canción de las criaturas aladas. Y también el de escuchar el silencio primordial de las esferas.

En muy pocos lugares del mundo se encuentra uno con esos privilegios. Mi pequeño terruño, aislado entre el Parque Pereyra y la reserva ecológica, eslabón meridional de esa cuna de vida llamada mata atlántica, es uno de ellos.

Mi sincero agradecimiento al amigo Rufino Lafinur, sin cuyo invalorable respaldo material me sería imposible gozar de este espectáculo. Como él dice, lo verdaderamente cruel es el sistema que hace que los niños del mundo trabajen por centavos para seguir llenando el cofre de la usura (tiene razón, Vigía, se me pasó por alto el nombre de Ezra Pound).

Me viene a la memoria la voz profunda de Lupus Flumine desgranando unos versos del maestro en una vieja fonda del barrio de Congreso.

La palabra, siempre la palabra. Limpiemos la palabra como un buen samurai engrasaba su espada. Llamemos a las cosas por su nombre. Si, por ejemplo, decimos “terrorista”, no pueden quedar dudas acerca de lo que describimos.

Los pájaros, hermanos míos, anuncian que se viene la maroma. Y nosotros seremos los surfistas que cabalguen las olas hasta las dulces playas del futuro.

O Almirante


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