lunes, noviembre 27, 2006

UN SITIO DE LENINGRADO PERO AL REVÉS

Habiendo estado investigando el funcionamiento de las turbinas Kaplan de la deshonrosa Represa Salto Grande (que da energía eléctrica a Buenos Aires y la República Oriental del Uruguay) con el confeso propósito de aprovechar el efecto cavitación del agua para acelerar la corrosión en sus paletas y así finalmente destruirlas y que Salto Grande vuelva a ser Salto Grande, ese Moconá chiquito que alguna vez supieron disfrutar los orientales y los entrerrianos como antes lo hicieron los charrúas y los yaros, decía, me acordé de algo relacionado con el sitio de Gualeguaychú a las papeleras: el sitio de Leningrado y la música de Shostakovich.

Así que dejé en paz las turbinitas (por el momento) y liberé el chinchorro cuántico de la torpedera para retraerme antes de mi aparición en la historia, o después, qué importa. Y me juí en un viaje a los 900 días para traer al presente tres historias breves que no son las pelotudeces que leímos en el Neruda aquél del “Canto de amor a Stalingrado”. Tres grandes historias pequeñas de amor y coraje que bien pueden hacer suyas los compañeros cirprianos que van a combatir el 12 del 12 contra las pasteras de mierda.

Contaré la primera de ellas y que se refiere a la 7ª Sinfonía “Leningrado” de Dmitri Shostakovich. Dice la leyenda que el soviet le encomienda al músico componer una obra, en pleno 1942, que recuerde el sufrimiento y la heroica lucha del pueblo “sanpeterburgués”. Lo convocan después de haberlo silenciado por escribir piezas no fieles al realismo socialista, eso ya lo sabemos.

Shosta se traslada pues a la Venecia del Báltico, a orillas del Neva, y se dedica a escribir la 7ª mientras siguen cayendo los obuses. Compone toda la música y recién después se le ocurre salir a buscar a los músicos que la habrían de interpretar. Héte aquí que a medida que pasan los días se va enterando que el primer violín murió en una trinchera, la primera viola quedó sin manos, de los tres oboes sólo uno está con vida pero está más o menos... y más o menos la historia siguió así. Tuvo que reescribirla varias veces acorde a los instrumentistas que encontraba o que perdía, víctimas de las balas nazis o/y el hambre, y que aún podían tocar.

Prepara la obra y viene la noche de su estreno, en el corazón de Leningrado y en una iglesia que ya no tenía techo. La noche más fría de ese invierno (sabemos que durante el sitio llegaron a hacer menos de -30°C, algunos dicen que -42°, temperatura de la Antártida). En el aire congelado la Osa Mayor iluminaba las columnatas del templo. Para los germanos, era la apoteosis de la Operación Barbarroja en obuses contra la ciudad del Neva y los bombardeos no descansan un minuto.

Hasta que empieza suavemente la ejecución dirigida por el propio Dmitri. El volumen sube y poco a poco va ocultando la furia de las bombas, las sirenas, los derrumbes hasta que finalmente sólo quedan las notas girando en el cielo de Leningrado, en la noche blanca de Leningrado: las tropas alemanas, los sitiadores, dejan callar los morteros y los cañones para escuchar la música que viene del corazón de ese infierno congelado.

Y la música detuvo por una noche el horror. La noche más fría de ese invierno fue la más cálida y fue la primera en todo el sitio en la que no sonaron bombas sino acordes heroicos.

Algún día, compañeros, contaré la historia de Perelman o la historia de Matsutov, que también son hermosas, y que acá estoy viendo mientras empieza a nevar nuevamente a orillas del Neva y la mañana falta mucho en llegar.

Lupus Fluminis
en el río cuántico


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